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llorada y carbajedo

Los ratones de Lorenza (Carbajedo)

Los ratones de Lorenza (Carbajedo)

 

     Lorenza era una viejecita menuda, delgadita, agradable, de buen semblante, vestida siempre de negro, como todas las ancianas de la época. Caminando pueblo arriba en la segunda casa después de la fuente es donde vivía sola.

     Hoy en día queda el solar, aunque a continuación de esa casa en dirección al Ribero y adosada a ella había otra y cuadras. Todo ello se llamaba el corral del Tío Eladio que era el que había vivido en la otra vivienda.

     La casita, que hacía esquina, por fuera era de piedra, gris y viejecita como la dueña y por dentro era toda negra. La dueña no. La dueña era un ángel, aunque solía ser motivo de risas y chanzas como era frecuente a las personas mayores solteras.

     Por una vestecha se pasaba a unas escaleras oscuras que subían a la negra cocina y a una habitación. La primera dependencia era muy sencilla, tenía un escaño de madera, dos o tres taburetes, una cocina de hierro frente a la entrada y a la izquierda la lumbre, que llamábamos, donde se atizaba por el invierno para calentarse y se ponía el puchero. También tenía un baúl antiguo y una ventana por donde se divisaba la casa de Milde y el barrio de arriba, que también tenía mote como cualquier cabijero que se precie, hoy, porque lo que es entonces maldita gracia que nos hacía.

     La tarde que falleció estaba acompañándola Charo, una rapaza de Pepe y María que llevaba varios días cuidándola porque la mujer estaba malita. La chica se llevó un susto de muerte, yo la vi muy pálida contando como se había muerto la anciana, que por cierto, tenía la ropa para la mortaja preparada dobladita en otro baúl en su habitación. Luego fue a amortajarla Mila la mujer de Orio que después dijo: "Si sabe Lorenza que fui yo la que la amortajé...", porque Mila la picaba mucho. Más tarde fue a velarla Manolita, la de la tia Valeria y me parece que Maruja, "la de Milde" y Dina, la de Sofía. Estas lo primero que hicieron  fue hacer una gran lumbre para calentarse y en poco tiempo salían llamas por la chimenea, como decíamos entonces, prendieron la chimenea y algún hombre tuvo que subir al tejado para apagarla.

     Pero para el caso que nos interesa nos vamos a remontar unos años atrás.

     En una ocasión en que le entró un ratón rebelde, al que no podía matar con la escoba gastada, consiguió que Irene le dejase una ratonera; no la de los tres agujeritos, esa vino después, sino la primera que existió; aquella que consistía en una tabla sobre la que estaba montado un dispositivo (un alambre en forma de marco, con el lado del centro de la tabla sujeto a ella y hecho un resorte que obligaba al otro extremo a cerrarse contra la madera. Para montarlo se forzaba a doblarse hacia el otro lado del listón y se trababa con un alambre recto en un gancho. Este alambre estaba sujeto en la mitad de la tablilla por un clavo, no prieto, para que se pudiese mover fácilmente este filamento de hierro y terminaba en un espigón hacia arriba de centímetro y medio de alto donde se pinchaba un poco de queso. El ratón al mordisquear el queso movía ese alambre recto y le hacía soltar del pequeño gancho con lo que los resortes se disparaban y hacían girar el cuadrado de alambre al otro lado de la tabla en su zona de reposo y solía atrapar al animal, alguna vez al roedor y las más al dedo del niño que estaba jugando con el dispositivo). Esta trampa se colocaba en algún lugar por el que solía pasear a sus anchas el enano roedor.

     Pues bien, olvidando toda la explicación de la ratonera por los motivos que luego diremos, Lorenza colocó la pequeña trampa donde concernía con su cebo correspondiente. Al cabo de quince días ya estaba cansada la pobre mujer de poner su ración de queso diaria al bichito, por lo que fue a quejarse a Irene de la nulidad de aquella trampa o de lo listo que era su ratón.

     Si conocéis a Irene os la podéis representar riéndose de tal anécdota, cuando también Lorenza le explicó cómo colocaba el trocito de queso en su sitio, sin montar el dispositivo, porque nadie se lo había dicho.

     Con la lección aprendida se fue Lorenza para su casa y no se volvió a hablar del ratoncito.

     Descanse en paz nuestra añorada Lorenza y también el mencionado bichito.

     Que Dios la tenga en La Gloria.

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