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llorada y carbajedo

La fragua de Celso

La fragua de Celso (Carbajedo)

La fragua de Celso (Carbajedo)

     - ¡Carajo! - Era su expresión predilecta. Aunque también decía "¡Me camen...!"que, aunque era en femenino la palabra y no exista, se parecía mucho al nombre de Nuestro Señor Jesucristo - Alabado sea su Santo Nombre -, por cuyo motivo y porque lo decía sin darse cuenta no lo manifiesto.

     ¡Que destreza!, ¡Que habilidad con las dos manos!, ¡Que facilidad de unir dos hierros!, ¡Que manera de girar la pieza entre las largas tenazas, de golpearla sobre el yunque con el martillo en la otra mano, de introducirla de nuevo entre las brasas, de guiarme la mano con la manivela!, ...¡Carajo!. De suministrarme un coscorrón.

     - Bien merecido. ¿No te dabas cuenta que no seguías el ritmo?-.

     Las herramientas, las tenazas anteriores, los martillos y los ganchos de todas clases, se me representan de metro veinte de longitud, mucho más largas de lo que era mi altura. Aunque comparando la tabla de equivalencias con mi altura actual podrían ser de solo 80 centímetros. Alguna vez conseguí alzar las tenazas con las dos manos, los ganchos era más fácil, claro es que cuando él no estaba.

     Otra vez cogía rápidamente con las tenazas el elemento ferruginoso por la parte negra y colocaba sobre el yunque el otro extremo blanco-rojizo chisporroteante  y vuelta a martillar y dar vueltas. No sabía porqué tenía tanta prisa para al final tirar el repetido elemento a un caldero con agua. El hierro daba un resoplido tremendo para a continuación, con un silbido, aparentar un escape de gas cortado rápidamente. Me daba mucha pena pues expulsaba mucho vapor con su quejido y luego lo sacaba negro, más feo, como si el caldero fuese el infierno.

     Muchas veces me asomé a ese caldero, pero nada veía, más que nada porque la vestecha era bastante umbrosa; aunque me figuraba un pozo en el fondo del cual estaban las tinieblas que yo quería otear por curiosidad, mas me era imposible pasar de la superficie oscura y brillante.

    Y otra vez a mirarlo por arriba, por abajo, por los lados. En muchas ocasiones volvía a repetir el proceso. ¡Me camen...! Ahora pienso que quizá ese era el momento de repartir los capones al quedar insatisfecho del resultado.

     Yo le quería mucho. Alguna vez me cogía por el cuello para llevarme a la fragua. No, no; no hay que pensar mal: yo le servía de segundo cayado, el otro era una porraca con la que a veces también amenazaba, pero no pasaba de ahí. Las más de las veces me preguntaba si quería dar a la manivela y no me atrevía a negárselo, por cobardía, por obediencia y porque encima a mí sabía sonreírme. Cuando me encontraba en la plaza  o por las calles jugando también me lo pedía y es cuando me guiaba cariñosamente por la parte trasera del cuello y a mi me gustaba.

    Solía ser serio y, alguna que otra vez en que venía haciendo eses, otra cosa, pero en el Pueblo había unos cuantos más. El caso es que en ocasiones me obligaba a dar a la manivela cuando yo salía a jugar y es cuando se me producían los cachetes inesperados más dolorosos porque le hacía mil perrerías: Cuando él me daba la espalda y estaba en medio de la vestecha martillando sobre el yunque yo aceleraba las revoluciones para avivar el fuego y pasar rápido al rojiblanco la reja rota del arado o el ojo de la azada gastado. Eso es lo que más le fastidiaba porque malgastaba rápidamente el combustible (carbón) y no daba la efectividad requerida. Y otras daba extremadamente despacito a la manivela, para acelerar cuando el volvía la cabeza. Era cuando más disfrutaba yo socarronamente por lo bajo… Iluso de mi, casi siempre se daba cuenta porque fallaba en el acelerón que encendía sobremanera la llama. Alguna vez me escapé. Peor fue para mí, pues cuando lo hice para casa no tuve apoyo, volví al redil y cuando me escondí en otro lugar al final me encontró.

     Fácilmente se comprende que era muy cansado si nos podemos imaginar que mis ojos solo llegaban a alcanzar el huequecito donde se introducía el hierro y donde se debía controlar el color blanquecino de las brasas. Y vuelta tras vuelta... al mismo son. Para hacer bien el trabajo no podía acelerar ni decaer el brazo. Llegaba a doler, ... dolor que se acentuaba ..., se hacía insoportable..., cambiaba de mano con una desgraciada paradita por el medio que a veces tenía repercusión en mi testera o me servía de amonestación, a parte de que no me manejaba con ese segundo miembro. ...Y sentía el griterío de otros niños jugando... (la sumisión de entonces imposible de entenderla ahora).

     Prestaba más cuando no estaba él y yo llevaba algún amigo a dar a la manivela que al final él guardaba, pero que yo sabía encontrar y colocar. Me suena el ronroneo de los engranajes y el resoplido del aire al salir, no obstante esto era más atractivo cuando funcionaba de verdad y avivaba el fuego.

     Le he visto no sé si era dividirse o multiplicarse, me parecía que hacía todo el proceso a la vez. Cuando empecé en el oficio me cansaba rápidamente y entonces ¡Vaya hombre que era!, aun le veo hacerlo todo a un tiempo con solo dos manos y todo quedaba perfecto: él daba a la manivela, me cogía la mano y la guiaba un poquito, cogía el hierro incandescente con las tenazas, martilleaba sobre el yunque, en unas ocasiones dos golpes sobre la pieza y otras dos sobre el sufrido yunque y en otras la cadencia era de tres a dos o de dos a tres, volvía a introducirlo entre el carbón encendido, a guiarme de nuevo con el  manubrio, a sacar y meter el hierro para observarlo y a repetir el proceso. Eso sí, no me daba tiempo de asimilar todo lo que pasaba por delante de mis ojos; le veía tan agobiado que me olvidaba de otros juegos y concentrado me esforzaba en hacer mi trabajo bien para aliviarle un poco.

     Cuando acababa me retiraba la mano de la manivela, separaba las brasas hacia los lados y rápidamente el fuego se extinguía.

Por fin podía jugar y salía corriendo para la plaza. En muchas ocasiones era camino equivocado, pues ya era la hora de recoger las cabras y ovejas o de realizar algún que otro recado y me llamaban de casa.

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Celso era hermano de Orio y por tanto tío de Santiago, Floro, Pedro y Miguel Peñacorada.

     Siempre que recuerdo algún hecho de nuestro querido pueblo rezo por las personas que pasan por mi memoria. Rezad por ellas también, que si están en la Gloria nos revertirá y a otras almas servirá.