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llorada y carbajedo

El Sermón del día de Pereda

El Sermón del día de Pereda

El Sermón del día de Pereda

Todos los años D. Lucas traía un fraile a predicar en la fiesta de Pereda. Al salir de Misa toda la gente mayor comentaba lo bien que había predicado el fraile, no por lo que hubiese dicho, que nadie se acordaba, sino por lo que había sudado predicando. Y si no sudaba el comentario siempre era negativo.

Recuerdo muy bien lo de la predicación. Preguntad jóvenes a vuestros mayores a ver si miento siquiera en una tilde.

En la Ermita Vieja. El retablo de madera. La imagen de La Virgen de Pereda en el pedestal frontal, encima del altar1 y del sagrario. Pintados en el retablo, al lado izquierdo una gran imagen oscura de San Joaquín, al otro lado lo mismo de Santa Ana, los padres de La Virgen. En el lateral de la derecha un gran púlpito también de madera.

   El fraile (Capuchino o Dominico) subía a él y empezaba la predicación. En ocasiones, ya desde el principio, haciendo grandes gestos y de vez en cuando grandes voces. Todos los fieles en silencio sepulcral, avergonzados, reteniendo el aliento, cada vez más aterrados al ver el infierno abierto 2. Los murciélagos que anidaban detrás del retablo ni se les ocurría salir, esperaban a la hora de la consagración o un poco después para dar su primera vueltecita por el presbiterio. El fraile continuaba con sus razonamientos, sus juicios, su disertación, sus voces, sus aspas de molino volando por el aire. Se le hinchaban las venas del cuello y frente, se ponía colorado y seguía voceando. Ya encendido parecía no encontrar el final del sermón. Empezaba a sudar. Se le distinguían las gotas en la frente. De repente paraba un poquito…

¡Nadie le quitaba ojo!. Sacaba un gran pañuelo blanco (a veces levantando irreverente el Alba hasta el pecho para encontrar el bolso), lo extendía en su gran palma de la mano y lo restregaba por toda su cara y cuello, a veces alguno por la calva, a modo de toalla, para después volverlo al mismo sitio todo arrugado y empapado. Recuerdo de hacerlo uno hasta tres veces.

Continuaba otro tiempo y acababa por retirarse hacia el altar secándose de la misma manera de nuevo.

 

-         ¡Qué bien ha predicado!

 

Incluso los consagrantes (por supuesto lo presidía D. Lucas y concelebraban según el año otro u otros dos) le hacían alguna pequeña reverencia y le decían unas palabras de aprobación.

 

- ¡aaahggg … aaahhhhh!...

… Se escuchaba en alguno de los asistentes una exhalación de respiro y relajación durante el corto silencio que mediaba hasta el ofertorio, como cerrando las puertas del infierno que en el sermón habían quedado abiertas esperándonos.

- ¡Qué bien ha predicado! - comentaban muchas personas a la salida de la ermita y también en la gran comida del día.

 

(1) Todavía el sacerdote celebraba la Misa de espaldas a los fieles.

 (2)  ¡Uf, que miedo!... Si bien parece un poco irreverente la forma, es así como la viví de niño, aunque sabía que el fondo era distinto. Ahora me da lástima no haber atendido un poco más a la letra y al espíritu de ella.

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