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llorada y carbajedo

Las cerezas de Orio

Las cerezas de Orio

Las cerezas de Orio

   Innumerables mariposas pequeñas azules de borde y pintas blancas, posadas sobre dos recientes boñigas en el camino de los Campiellos, revolotean al acercar la ijada1 a ellas para volver a posarse de nuevo rápidamente en el mismo lugar.

   Me entretengo gatunamente en atrapar alguna. ¡Son tan bonitas! y siempre ¡desilusión! cuando dejadas todas las coloridas escamas en las yemas de mis dedos queda el ala transparente.

   Revoltosamente  remuevo el excremento con el palo de avellano para que no manchen sus patitas y se desbandan rápidamente por los alrededores para posarse otra vez en las siguientes y unas pocas en las hortelanas del huerto de Milde.

   Continúo un poco con el juego, pero aburre la repetición de la escena.

   Alzo la vista y veo al otro lado del río por encima del canal de la fábrica cuatro cerezas amarillo-rojizas, a lo alto, en el extremo de la era de Orio. La garrafal joven. No resisto el instinto y ya estoy en el portillo dejando atrás, en disparo del tirador de piedras, el puente y el camino de Llampiellas. Cruzo la era y cojo dos. ¡Deliciosas!... Voy a coger otra y algo se mueve entre las hojas. Me fijo y cruzo la vista con Marta2 junto al leñar de Ester. Me tiro al suelo instintivamente. Permanezco un tiempo sin moverme, pero me siento atrapado y mi imaginación la representa en el portillo, así que repto hacia atrás hasta mitad de la era y lleno de incertidumbre levanto la cabeza despacio. No hay nadie. Me incorporo un poco y sigo sigilosamente agachado caminando para atrás. Atravieso el portillo haciendo el rodillo entre dos llatas3 y, con cautela primero y como otro disparo después, aparezco agazapado cerca de la fábrica pegado al último muro alto del canal, justo antes de dar vista al puente. Al segundo blinco me columpio de lo alto de la pared y trepo a lo alto; salto a la otra pared cogido del volante de la compuerta que remansa el agua hasta el pequeño estanque. Miro entre las ramas y hojas del chopo pegado que sube desde el río y despejado el terreno me deslizo ente las ramas y pared al serrón del río Achín. De cuatro saltos sobre los peñones me planto en el refugio debajo del puente. Salto de un serrón a otro y tomo aliento.

   Ahora estoy protegido por el Pozo Regalao y parte delantera de la fábrica, por un lado, cuadras de la margen izquierda de río y al fondo corta El Camino Encima una hilera de chopos que disimulan la vista hacia el puente y por el lado contrario, hacia Peña Esquilicia, a la izquierda el alto canal de agua de la fábrica del que acabo de descolgarme y por la derecha el terraplén con sus dos veredas que suben al camino de Los Campiellos, el lugar más desprotegido, pero pegado a ese lado del brocal del puente era imposible que me viese alguien.

   Miro con nostalgia las calas donde se refugian las truchas y donde tantas veces jugaba con ellas a tocarlas y alguna vez a raptarlas.

   Sigo intranquilo pensando si realmente me vieron, así que tengo que llegar a casa cuanto antes para tener coartada.

   Salto al último serrón que hace de pared al Pozo Regalao. Oteo por última vez hacia la izquierda el camino que sube hacia delante de la casa de Ester y salto por el lateral a la  calleja que baja por ese lado al rio.

   Todavía veo en el pozo el gran espino donde días atrás estaba atada la tanza con una gran trucha atrapada en su anzuelo. Claro que tiré de ella y me apropié del pez. La había cazado yo. Eso es lo que le contesté dos veces a mi madre ante sus preguntas desconfiadas. Pues bien, me tocó un trozo y me gustó mucho. Unos días más tarde me encontré con Luis el de Ester y Superio4, hoy marido de Maruja y con sonrisa burlona me dijo: “¿Así que pescaste tu la trucha del Pozo Regalao?”. No dijo más ni tuvo intención de otra cosa para sorpresa mía. Pues eso, me hice el bueno agachando la cabeza.

   Por la orilla izquierda del río saltando de piedra en piedra me presento en el camino de detrás de la cuadra de Orio, junto a su abonal, no viendo a nadie por la calle que tira entre cuadras para su casa, la de Pepe y la hornera. Sigo bordeando el rio y veo dos chavales moviéndose en el cobertizo de la turbina (5). Me acerco y observo a Toño el de Oliva muy afanado y sudoroso achicando agua del pozo con un caldero. Ya quedaba poca agua, pero seguía cayendo un poco por el gran tubo. Está también Pepe el de Virginia (6) muy contento y me enseña otro caldero con agua y dos truchas, una para un diente y otra cercana a la medida. Veo posibilidades y me ofrezco a ayudarles, pero no hay más calderos ni percibo en Toño ganas de compartir por sus escusas. Distingo dos veces una truchilla asustada que pasa como un rayo de un lado al otro huyendo del caldero de Toño que no daba tregua. Pienso un instante que allí no hay tajada para tres así que me despido.

   Vuelvo a cruzar el rio sobre las piedras, paso al lado de la pasarela que hace de puente al rio, el madero de chopo por el que cruzábamos haciendo equilibrio, unas veces andando y otras cabalgando y bajo hasta llegar a la puerta trasera de la cuadra por la que me cuelo. Paso el corral y me meto en casa.

   - ¡Le comiste las cerezas a Orio, vas ahora mismo a pedirle perdón!-

    Amén de los azotes que le acompañaban

   De nada sirvieron mis negaciones y lloriqueo. Mi madre me coge de la mano y me arrastra con ella a mitad de la cocina de Mila. Allí está Orio jadeando en una pequeña crisis asmática. Mi madre me empuja para que me ponga de rodillas.

   - ¡Pídele perdón! ¡Te comió las cerezas de la era!-

   - Mujer, déjalo – dijo Orio

   - ¡No, que pida perdón por comerte las cerezas!... - y más argumentos que no me acuerdo

   - Perdón - dije lloriqueando.

   - ¡ Pues ahora te vas a quedar de rodillas… - no sé cuanto tiempo. Y mi madre desapareció.

   No había llegado mi madre a casa cuando Orio me dice: “Anda, siéntate aquí” y me señala a su lado en el escaño delante de la ventana. No hubo más palabras en un rato. Orio estaba triste e incómodo,  respirando con dificultad y con rugido de pecho.

   ¡Cuántas veces me tocó de monaguillo ir con Don Lucas a darle la extremaunción!. Era curioso verle en la cama agotado y moribundo, respirando apenas y al día siguiente unciendo la pareja al yugo y carro o marchado a otra faena; por supuesto, milagro del último Sacramento. Años más tarde me tocaría vivir la misma enfermedad en mi propia hija.

   Era un dia tristemente gris por la tenue luz que entraba por la única ventana de detrás de mí, tapada también parcialmente por la tabla levadiza del escaño. A mi derecha, después de Orio quedaba la trébede y debajo la cocina de leña. Más allá la de Hergón de leña y carbón. En el lado opuesto una mesa con taburetes y la alacena colgada. Delante, la puerta que da al portal y escaleras y por escalón de subida a la derecha se pasaba la puerta a la gran vestecha donde tantas veces ayudé a Celso en la fragua.

   Al rato me dijo que me podía ir.

 

(1) Palo de avellano con una punta sin cabeza insertada en el extremo para guiar y pinchar la pareja uncida.

(2) No recuerdo que existiese este nombre en el pueblo. ¡Claro que no voy a decir quien era!.

(3) Llatas: cada vara o rama gorda que cruzaba entre dos postes y que cerraba la entrada a muchos prados.

(4) Superio: Esuperio

(5) Turbina: llamábamos así a un tubo gordo que bajaba al final de la fábrica por donde aliviaba el agua que entraba por el canal. Recordar que la sierra de la fábrica era movida por la corriente de agua que la atravesaba por debajo.

(6) Pepe y su hermano Gonzalo eran hijos de Virginia la de Juan y Adela y que solo iban al pueblo en las vacaciones.

 

   Ya escrito hace tiempo, siempre tuve miedo a hacerlo público por si mi madre lo recuerda y a sus 96 años me hace de nuevo ir a pedir perdón de rodillas al mayor de su familia, a Santiago.

   - ¿Te figuras?...

   … ¡Igual me pega un tiro!

    - Es broma. Lo siento.

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